Patrick Rossineri. (Periódico ¡Libertad! Nº 52, julio-agosto 2009)
Al menos como
es entendido en general por la izquierda, el “Poder popular” sería una
propuesta para construir el socialismo mediante un modelo de democracia participativa,
que reestructuraría la organización sobre la que se sustenta el Estado.
El poder
popular estaría fundado en la vieja idea de Rousseau de voluntad general, transfiriendo
las atribuciones del gobierno al pueblo, instituido en organizaciones asamblearias
de base y eligiendo mediante el voto a los representantes en el gobierno
popular.
Esta política
requiere la toma del gobierno para impulsar la transferencia antes mencionada,
pero de forma gradual para transformar la democracia representativa en
participativa, y alcanzar el socialismo por el camino del poder popular. Es
decir, se plantea un objetivo supuestamente revolucionario por un camino reformista, aderezado
de jerga nacionalista, socialista y antiimperialista. Este fue un experimento
que quedó trunco en Chile en 1973 por el golpe de Pinochet contra el gobierno
de Salvador Allende, y forma parte del canon ideológico de la Venezuela de Hugo
Chávez y la Cuba post-bloque socialista, que recupera la consigna guevarista de
desarrollar en el pueblo los “gérmenes de socialismo”. Este tipo de proyectos
reformistas y autoritarios, defendido por la izquierda nacionalista y burguesa,
han sido repudiados desde siempre por los anarquistas y sus teóricos más influentes,
Bakunin y Malatesta, entre otros.
Sin embargo,
desde hace un tiempo muchos compañeros libertarios latinoamericanos
(argentinos, uruguayos, colombianos y brasileños) han publicado declaraciones
acerca de la necesidad de que los anarquistas “construyamos el poder popular”
luchando por la socialización del poder a fin de que no se convierta en la posesión
de unos pocos. La idea que se propone apuntaría a construir un movimiento
libertario anti-dogmático, aterrizado en la realidad y conectado con las luchas
populares.
Estas
formulaciones, como bien presuponen sus autores, podrían parecer “una contradicción
irresoluble” a todo “luchador o luchadora de la libertad”. En realidad no lo
parece, sino que es una contradicción irresoluble. Pero antes de responder por
qué lo es, veamos en qué consiste esta propuesta.
En un documento
titulado Anarquismo y Poder Popular, de la Red Libertaria Mateo Kramer de
Colombia (http://redlibertariapopularmk.entodaspartes.net/), se hace la
siguiente pregunta:
“¿Debe el poder
ser entendido únicamente como una imposición autoritaria, como un poder sobre?
¿No se puede comprender el poder de otra forma, es decir, como un poder-hacer
colectivo, un poder-construir en conjunto? Son los de arriba, aquellos que
mandan, los que nos han hecho creer que el poder es un “objeto” del cual ellos
tienen posesión, una “cosa” despegada de las relaciones sociales, un aparato
trascendente de sujeción. Pero, en cambio, nosotros y nosotras, los y las de abajo,
concebimos el poder de otra forma: no como una “cosa”, sino como una “relación”,
como un poder social alternativo y liberador. Así, nuestro poder es principalmente
una capacidad colectiva de imaginar y de crear en el aquí y ahora una nueva
sociedad.”
Aquí surge una
confusión en la pregunta que va a afectar a todo el análisis posterior. El
término poder tiene múltiples acepciones, significados e interpretaciones, por
su carácter polisémico. Podemos hablar de poder como una relación de dominio,
como la capacidad de hacer, como posesión de algo, fuerza, capacidad de
provocar efectos de verdad, mando, coerción, y finalmente, el gobierno de un
país.
Claramente en
la pregunta se confunde la acepción de relación de dominio (primera pregunta)
con la acepción capacidad de hacer (segunda pregunta). Para mayor embrollo, el
razonamiento prosigue proponiendo dejar de ver al poder como un objeto o
instrumento y tomarlo como una relación, pero desdeñando que las relaciones de
poder sean relaciones de dominio, y nuevamente proponiendo un poder como
“capacidad colectiva de imaginar” (es decir, una competencia y no una
relación).
Luego de
semejante enredo, que no por enmarañado deja de ser de una simpleza y una
frivolidad pasmosa, sería lícito preguntarse si todo se reduce a preferir una acepción
por otra o a considerar que los anarquistas siempre han sido tan obtusos como
para haber confundido siempre el poder con una “cosa” y nunca haberse percatado
de que era una relación de dominio. Como si el hecho de pensar al poder en su
aspecto relacional lo convirtiera en “un poder social alternativo y liberador”,
y no en una relación asimétrica de dominio. El capitalismo, entre otras cosas, también
es una relación social asimétrica (de explotación y dominio), y seguramente a
estos compañeros no se les ocurriría olvidar este aspecto para proponer un “capitalismo
social alternativo y liberador”.
En realidad,
los anarquistas negamos el poder político, la capacidad de dominio de una
institución, un grupo o un individuo sobre otras personas, el poder como sinónimo
de gobierno. Es decir, toda la teoría anarquista se funda sobre una crítica al
poder y los efectos que produce, expresado objetivamente en los medios, instituciones,
dispositivos e instrumentos materiales a través de los que se ejerce el dominio,
pero también subjetivado en relaciones asimétricas donde unos deciden y mandan
mientras que otros obedecen y ejecutan. Los anarquistas nunca propusieron el
poder popular, ni el poder para una clase, precisamente porque apuntaban a ese aspecto
relacional del poder, donde si una clase o un grupo (aunque fuese mayoritario)
ejercieran poder sobre otro, se convertiría en otra relación de dominio (asimétrica).
Quien posee el poder ejerce control sobre la conducta de quien los sufre. No
existen relaciones de poder simétricas, porque cuando existe simetría y reciprocidad
en una relación social, es porque la relación de poder ha dejado de existir.
En el documento
también se afirma que, “para que este poder colectivo sea popular, el agente no
puede ser otro que el pueblo, ese sujeto plural que se define por la reunión de
las clases subalternas, de los marginales, de los desposeídos, de los
excluidos”. Más allá de la obviedad de la proposición, se percibe una
valoración de lo popular como positivo per sé, lo cual puede ocasionar ciertos
conflictos. Lo popular no está exento de acarrear ciertas lacras sociales, como
el sexismo, el nacionalismo o el racismo, por mencionar las más habituales. Si
algo fuese definido como popular tan solo porque lo produce el agente “pueblo”,
y si definimos al pueblo gramscianamente como clases subalternas, deberíamos
también aceptar que dentro de ese pueblo hay gran cantidad de elementos sociales,
culturales, políticos y económicos burgueses incrustados, que incluyen tanto al
ama de casa, al vendedor ambulante y al obrero, como al policía de la esquina,
al dueño de una verdulería o a un barrabrava futbolero. La esencia popular es
precisamente ese carácter policlasista, que conjuga elementos revolucionarios y
conservadores, proletarios y burgueses, libertarios y autoritarios.
Si -como
sostienen- el poder popular es una nueva forma de relación, y apunta a poner
“en marcha un nuevo ethos,” creando “otro mundo posible, un mundo distinto que
se enfrenta al que ya conocemos,” y al mismo tiempo “es una praxis que en la
misma medida en que va transformando los lugares de vida de las personas crea
un bloque contrahegemónico, un bloque que entra en confrontación directa con el
orden imperante,” entonces el poder popular planteado de esta forma comienza a tener
puntos en común con el poder popular según lo ha entendido históricamente la
izquierda. Este poder se presenta como una anticipación de la sociedad futura, como
una práctica gradualista, que apunta a reemplazar al Estado y al capital. Lo que
no se explica es como una cultura horizontal y libertaria, participativa e incluyente
pueda tener cabida en una sociedad que es su negativo rotundo, en que los
medios de comunicación, educación, explotación y represión están en manos de quienes
detentan realmente el poder. Claro que existen prácticas solidarias, ayuda mutua,
cooperación, altruismo y actitudes libertarias en el seno del pueblo, pero esto
es más inherente a la condición humana que al ethos popular. Es sencillamente
una ilusión creer que por propugnar el poder popular (como quiera que esto se
entienda) vamos a estar más cerca de la auto-liberación de las masas. El
sistema capitalista ha demostrado una gran capacidad de absorción de todos los
movimientos populares, de todo signo: Venezuela y Cuba son un muy buen ejemplo
de esto. Cuando excepcionalmente los gobiernos que realmente ejercen el poder
conceden la posibilidad de que la gente practique alguna forma de autogestión,
siempre es bajo el permiso y supervisión directa o indirecta, cuando no el
interés, del Estado.
Es un error
plantear que, “el anarquismo que quiere socializar los medios de producción,
también quiere socializar el poder y evitar que éste se convierta en el privilegio
de unos pocos”, precisamente porque eso sería socializar la asimetría, haciendo
del poder el “privilegio de la mayoría”, y donde aquello que una mayoría denominada
“popular” imponga al resto “menos popular” su particular visión de lo que debe
ser. Es una peligrosa ingenuidad suponer que dicho poder popular crearía “espacios
alternativos de vida colectiva, lugares materiales y virtuales que escapan al control
del capitalismo y de la autoridad”. Más aun cuando todas las experiencias históricas
han demostrado exactamente el contrario, y nunca pudo coexistir un espacio
libertario por mucho tiempo en una sociedad estatal sin enfrentarse con ella (como
en Ucrania o Kronstadt y la revolución española), o siendo absorbido por el capitalismo
y el Estado, como en Cuba o en la Venezuela bolivariana, donde el Poder Popular
funciona como un mecanismo de autorregulación capitalista.
Contrariamente
a lo que sostiene la Red Libertaria, Mateo Kramer dice, los anarquistas debemos
aspirar a destruir toda forma de poder, sin dejar de organizarnos igualitaria y
libremente, propugnando que el pueblo se autolibere. Porque las perspectivas
políticas del populismo y el socialismo antiburgués siempre serán reformistas,
aspirando a lo sumo a un capitalismo gestionado por la clase obrera, mediante
cooperativas, sindicatos, partidos políticos o el “Estado Popular”.
Ser anarquista
implica estar en contra del poder en todas sus formas, no solamente en contra
de “algunas formas de poder”. El poder colectivo no es ausencia de poder, del
mismo modo que un capital colectivo no es ausencia de capital. El ser
anarquista no puede reducirse a enfrentarse al poder burgués, sus agentes
económicos, culturales y políticos. No podemos hacer del pueblo o el poder
popular un adorado fetiche, del que presuponemos revolucionario per sé. De lo
contrario, pondremos al pueblo en el trono, para ser su propio opresor, alienado
de sí mismo. Un Poder Popular negador de la liberación humana y que, parafraseando
a Bakunin, no va a ser menos prepotente porque lleve inscrito el rótulo de
“poder del pueblo”.