El 4 de
noviembre de 1936 había mucha expectación por escuchar el imprevisto discurso
de Durruti por Radio CNT-FAI, que sería trasmitido a toda España por las
emisoras barcelonesas. Ese mismo día la prensa daba fe de la toma de posesión
del cargo de Ministro por cuatro anarquistas en el gobierno de Madrid: Federica
Montseny, Juan García Oliver, Juan López y Joan Peiró. La Columna Durruti no
había conseguido tomar Zaragoza. Las dificultades de aprovisionamiento de armamento
eran la principal dificultad del frente. Durruti había recurrido a todos los
métodos a su alcance para conseguir armas. Incluso había enviado un
destacamento de milicianos, a principios de septiembre, en una expedición
punitiva sobre Sabadell, para obligar a que le entregaran las armas que habían
sido almacenadas con vistas a la formación de una Columna Sabadell que no había
llegado a constituirse. Además, el 24 de octubre la Generalidad había aprobado
el Decreto de militarización de las Milicias, que ponía en vigor el antiguo
Código de Justicia Militar a partir del uno de noviembre. Tanto amigos como
enemigos esperaban con atención qué iba a decir Durruti.
Ya antes de la
alocución la gente se aglomeraba en las proximidades de los altavoces
instalados en los árboles de las Ramblas, que solían trasmitir canciones
revolucionarias, música y noticias. En cualquier lugar de la ciudad de
Barcelona donde hubiera una radio se esperaba con impaciencia que el locutor
anunciara: «Habla Durruti».
El Decreto de
militarización había sido apasionadamente discutido en la Columna Durruti, que
había decidido no admitirlo, porque no podía mejorar las condiciones de lucha
de los milicianos voluntarios del 19 de julio, ni resolver la crónica falta de
armamento. Durruti firmó, en nombre del Comité de Guerra, un escrito de rechazo
a la militarización que dirigió al «Consejo» de la Generalidad, fechado
significativamente en el Frente de Osera ese mismo uno de noviembre en el que
se reponía el odiado Código Militar monárquico. La Columna negaba la necesidad
de una disciplina de cuartel a la que oponían la superioridad de la disciplina
revolucionaria: «Milicianos sí; soldados nunca».
Durruti, como
delegado de la Columna, quiso hacerse eco de la indignación y protesta de los
milicianos del frente de Aragón ante el curso claramente contrarrevolucionario
que se estaba abriendo paso en la retaguardia. A las nueve y media de la noche
empezó a radiarse el discurso de Durruti:
«Trabajadores de Cataluña: Me dirijo al pueblo
catalán, a ese pueblo generoso que hace cuatro meses supo deshacer la barrera
de los militarotes que querían someterle bajo sus botas. Os traigo un saludo de
los hermanos y compañeros que luchan en el frente de Aragón a unos kilómetros
de Zaragoza, y que están viendo las torres de la Pilarica.
A pesar de la amenaza que se cierne sobre Madrid, hay que tener presente que hay un pueblo en pie, y por nada del mundo se le hará retroceder. Resistiremos en el frente de Aragón, ante las hordas fascistas aragonesas, y nos dirigimos a los hermanos de Madrid para decirles que resistan, pues los milicianos de Cataluña sabrán cumplir con su deber, como cuando se lanzaron a las calles de Barcelona para aplastar al fascismo. No han de olvidar las organizaciones obreras cuál debe ser el deber imperioso de los momentos presentes. En el frente, como en las trincheras, hay un pensamiento, sólo un objetivo. Se mira fijo, se mira adelante, con el sólo propósito de aplastar al fascismo.
Pedimos al pueblo de Cataluña que se terminen las
intrigas, las luchas intestinas; que os pongáis a la altura de las
circunstancias; dejad las rencillas y la política y pensad en la guerra. El
pueblo de Cataluña tiene el deber de corresponder a los esfuerzos de los que
luchan en el frente. No tendrá más remedio que movilizarse todo el mundo; y que
no crean que se han de movilizar siempre los mismos. Si los trabajadores de
Cataluña han de asumir la responsabilidad de estar en el frente, ha llegado el
momento de exigir del pueblo catalán el sacrificio también de los que viven en
las ciudades. Es necesaria una movilización efectiva de todos los trabajadores
de la retaguardia, porque los que ya estamos en el frente queremos saber con
qué hombres contamos detrás de nosotros.
Me dirijo a las organizaciones y les pido que se
dejen de rencillas y de zancadillas. Los del frente pedimos sinceridad, sobre
todo a la Confederación Nacional del Trabajo y FAI. Pedimos a los dirigentes
que sean sinceros. No es suficiente con que nos envíen cartas al frente
alentándonos, y con que nos envíen ropa, comida y cartuchos y fusiles. Es
necesario también darse cuenta de las circunstancias, prever el avenir. Esta
guerra tiene todos los agravantes de la guerra moderna y está costando mucho a
Cataluña. Se tienen que dar cuenta los dirigentes de que si esta guerra se
prolonga mucho, hay que empezar por organizar la economía de Cataluña, hay que
establecer un Código en el orden económico. No estoy dispuesto a escribir más
cartas para que los compañeros o el hijo de un miliciano coma un trozo de pan o
un vaso de leche más, mientras existen consejeros que no tienen tasa para comer
y gastar. Nos dirigimos a la CNT-FAI para decirles que si como organización
controlan la economía de Cataluña, deben organizarla como es debido. Y que no
piense nadie ahora en aumentos de salarios y en reducciones de horas de
trabajo. El deber de todos los trabajadores, especialmente los de la CNT es el
de sacrificarse, el de trabajar lo que haga falta.
Si es verdad que se lucha por algo superior, os lo
demostrarán los milicianos que se sonrojan cuando ven en la Prensa esas
suscripciones a favor suyo, cuando ven esos pasquines pidiendo socorro para
ellos. Los aviones fascistas nos tiran en sus visitas, diarios en los que
pueden leerse listas de suscripciones para los que luchan, ni más ni menos que
hacéis vosotros. Por esto tenemos que deciros que no somos pordioseros y, por
lo tanto, no aceptamos la caridad bajo ningún concepto. El fascismo representa
y es, en efecto, la desigualdad social, si no queréis que los que luchamos os
confundamos a los de retaguardia con nuestros enemigos, cumplid con vuestro
deber. La guerra que hacemos actualmente sirve para aplastar al enemigo en el
frente, pero ¿es éste el único?: no. El enemigo es también aquel que se opone a
las conquistas revolucionarias y que se encuentra entre nosotros, y al que
aplastaremos igualmente.
Si queréis atajar el peligro, se debe formar un
bloque de granito. La política es el arte de la zancadilla, el arte de vivir [como
zánganos], y éste debe suplantarse por el arte del trabajo. Ha llegado el
momento de invitar a las organizaciones sindicales y a los partidos políticos
para que esto termine de una vez. En la retaguardia se ha de saber administrar.
Los que estamos en el frente queremos detrás una responsabilidad y una
garantía, y exigimos que sean las organizaciones las que velen por nuestras
mujeres y nuestros hijos.
Si esa militarización decretada por la Generalidad es
para meternos miedo y para imponernos una disciplina de hierro, se han
equivocado. Vais equivocados, consejeros, con el decreto de militarización de
las milicias. Ya que habláis de disciplina de hierro, os digo que vengáis
conmigo al frente. Allí estamos nosotros que no aceptamos ninguna disciplina, porque
somos conscientes para cumplir con nuestro deber. Y veréis nuestro orden y
nuestra organización. Después vendremos a Barcelona y os preguntaremos por
vuestra disciplina, por vuestro orden y por vuestro control, que no tenéis.
Estad tranquilos. En el frente no hay ningún caos,
ninguna indisciplina. Todos somos responsables y conocemos el tesoro que nos
habéis confiado. Dormid tranquilos. Pero nosotros hemos salido de Cataluña
confiándoos la Economía. Responsabilizaos, disciplinaos. No provoquemos, con nuestra
incompetencia, después de esta guerra, otra guerra civil entre nosotros.
Si cada cual piensa en que su partido sea más potente
para imponer su política, está equivocado, porque frente a la tiranía fascista
sólo debemos oponer una fuerza, sólo debe existir una organización, con una
disciplina única.
Por nada del mundo aquellos tiranos fascistas pasarán
por donde estamos. Esta es la consigna del frente. A ellos les decimos: «¡No
pasaréis!». Y a vosotros os corresponde gritar: “¡No pasarán!»»
Al cabo de unas
horas de haber escuchado a Durruti se seguía comentando lo que había dicho con
su acostumbrada energía y entereza. Sus palabras resonaron con fuerza y emoción
en la noche barcelonesa, encarnando el genuino pensamiento de la clase
trabajadora. Había sido una voz de alarma que recordaba a los trabajadores su
condición de militantes revolucionarios. Durruti no reconocía dioses en los
demás, ni la clase obrera en él. Daba por supuesto que los milicianos que se
enfrentaban al fascismo en los campos de batalla no estaban dispuestos a que
nadie escamotease su contenido revolucionario y emancipador: no se luchaba por
la República o la democracia burguesa, sino por el triunfo de la revolución
social y la emancipación del proletariado.
No hubo en toda
la arenga una frase demagógica o retórica. Eran trallazos para los de arriba y
los de abajo. Para los obreros y para los jerarcas cenetistas apoltronados en
cientos de cargos de responsabilidad, para los ciudadanos de a pie y para los
consejeros de la Generalidad o los flamantes ministros anarquistas. Una
diatriba contra las derivaciones burocráticas de la situación revolucionaria
creada el 19 de Julio, y una condena contra la política del gobierno, con o sin
confederados al frente del tinglado. En la retaguardia se confundía
lamentablemente el deber con la caridad, la administración con el mando, la
función con la burocracia, la responsabilidad con la disciplina, el acuerdo con
el decreto y el ejemplo con el ordeno y mando. Las amenazas de “bajar a
Barcelona» reavivaron el terror de los representantes políticos de la
burguesía, aunque ya era demasiado tarde para enmendar el inexcusable e ingenuo
error de julio, cuando se aplazó la revolución «hasta después de la toma de
Zaragoza», por carencias teóricas y falta de perspectivas del movimiento
libertario. Pero al poder no se le amenaza en vano: sus palabras, dirigidas a
sus hermanos de clase, tenían todo el valor de un testamento revolucionario.
Testamento, y no proclama, porque la suya era una muerte anunciada, que el
endiosamiento póstumo convirtió en enigma.
La consecuencia
inmediata del discurso radiofónico fue la convocatoria por Companys al día
siguiente, el 5 de noviembre a las once de la noche, de una reunión
extraordinaria en el Palacio de la Generalidad de todos sus consejeros,
ampliada a los representantes de todas las organizaciones políticas y
sindicales, para tratar la creciente resistencia al cumplimiento del decreto de
militarización de las milicias, así como al de disolución de los comités
revolucionarios y su sustitución por ayuntamientos frentepopulistas. Durruti
era causa y diana del debate, aunque todos evitaban pronunciar su nombre.
Companys planteó la necesidad de acabar con «los incontrolados»,que al margen
de cualquier organización política y sindical «lo deshacen todo y a todos nos
comprometen». Comorera (PSUC) afirmó que la UGT expulsaría de sus filas a
quienes no acataran los decretos, e invitó al resto de organizaciones a hacer
lo mismo. Marianet, secretario de la CNT, tras ufanarse del sacrificio
demostrado por los anarquistas con su renuncia a los propios principios
ideológicos, se quejó de la falta de tacto al aplicar de forma inmediata el
Código de Justicia Militar, y aseguró que tras el decreto de disolución de los
comités, y gracias al esfuerzo de la CNT cada vez habría menos incontrolados, y
que se trataba no tanto de grupos a los que expulsar como resistencias que
vencer, sin provocar rebeliones, y de individuos que convencer. Nin (POUM),
Herrera (FAI) y Fábregas (CNT) alabaron los esfuerzos realizados por todas las
organizaciones para normalizar la situación posterior al 19 de julio, y
fortalecer el poder del actual Consejo de la Generalidad. Nin medió en la
disputa entre Sandino, consejero de Defensa, y Marianet sobre las causas de la
resistencia al Decreto de militarización, diciendo que «en el fondo todos
estaban de acuerdo»y que existía cierto temor entre las masas «por perder lo
que han ganado», pero que «la clase obrera está de acuerdo en formar un
verdadero ejército». Nin veía la solución al actual conflicto en la creación de
un comisariado de guerra en el que estuvieran representadas todas las
organizaciones políticas y sindicales. Comorera, mucho más intransigente que
Companys y Tarradellas, afirmó que el problema fundamental radicaba en la falta
de autoridad de la Generalidad: «grupos de incontrolados continúan haciendo lo
que quieren», no sólo en la cuestión de la militarización y la dirección de la
guerra o el mando único, sino también en cuanto a la disolución de comités y formación
de ayuntamientos, o en lo que afectaba a la recogida de armamento en la
retaguardia, o en la movilización, para la que auguraba un fracaso. Falta de
autoridad que Comorera extendía incluso a las colectivizaciones «que continúan
haciéndose a capricho, sin someterse al Decreto que las regula». Companys
aceptó la posibilidad de modificar el Código Militar y crear un comisariado de
Guerra. Comorera y Andreu (ERC) insistieron en que era necesario cumplir y
hacer cumplir los decretos. La reunión concluyó con un llamamiento unitario al
pueblo catalán al disciplinado acatamiento de todos los decretos de la
Generalidad, y al compromiso de todas las organizaciones a declarar su apoyo en
la prensa a todas las decisiones gubernamentales. Nadie se opuso a la militarización:
el problema para políticos y burócratas era sólo cómo hacerse obedecer.
El 6 de
noviembre el Consejo de Ministros de la República decidía, mediante una
unanimidad que incluía el voto de los cuatro ministros anarquistas, la huida
del Gobierno de un Madrid asediado por las tropas fascistas. El desprecio de la
Federación Local de la CNT de Madrid se reflejó en un bellísimo manifiesto
público que declaraba: «Madrid, libre de ministros, será la tumba del fascismo.
¡Adelante milicianos! ¡Viva Madrid sin gobierno! ¡Viva la Revolución Social!».
El 9 de
noviembre un Pleno de Locales y Comarcales de la Regional catalana acordó
ordenar a Durruti su inmediata incorporación al Frente de Madrid. Los Comités
Regionales de Cataluña de la CNT y de la FAI se encargaron de comunicarle la
orden ese mismo día.
El día 15 una
parte de la columna Durruti combatía ya en Madrid, al mando de un Durruti que
se había resistido por todos los medios a salir de Aragón y que nunca había
aceptado los argumentos de Marianet y Federica.
El 19 de
noviembre una bala perdida, o no, le hirió en el frente de Madrid, donde
falleció al día siguiente. El domingo 22 de noviembre, en Barcelona, un
multitudinario, interminable, caótico y desorganizado desfile fúnebre avanzaba
lentamente, mientras dos bandas musicales que no conseguían tocar al unísono
contribuían a aumentar la confusión. La caballería y las tropas motorizadas que
debían preceder el desfile estaban bloqueadas por el gentío. Los coches que
portaban las coronas lo hacían dando marcha atrás. La escolta de caballería
intentaba avanzar cada uno por su cuenta. Los músicos que se habían dispersado
intentaban reagruparse entre una masa confusa que portaba pancartas
antifascistas y ondeaba banderas rojas, rojinegras y atigradas de cuatro
barras. El cortejo estaba presidido por numerosos políticos y burócratas,
aunque el protagonismo del acto público fue acaparado por Companys, presidente
de la Generalidad; Antonov-Ovseenko, cónsul soviético y Juan García Oliver,
Ministro anarquista de Justicia de la República, que tomaron la palabra ante el
monumento a Colón para lucir sus dotes oratorias ante la multitud. García
Oliver anticipó los mismos argumentos de sincera amistad y confraternidad entre
antifascistas que utilizaría en mayo de 1937 para ayudar a aplastar las
barricadas de la insurrección obrera contra el estalinismo. El cónsul soviético
inició la manipulación ideológica de Durruti al hacerle campeón de la
disciplina militar y del mando único. Companys jugó al insulto más ruin cuando
dijo que Durruti «había muerto por la espalda como mueren los cobardes… o como
mueren los que son asesinados por cobardes». Los tres coincidieron en ensalzar
por encima de todo la unidad antifascista. El catafalco de Durruti era ya
tribuna de la contrarrevolución. Tres oradores, excelsos representantes del
gobierno burgués, del estalinismo y de la burocracia cenetista, se disputaban
la popularidad del ayer peligroso incontrolado y hoy embalsamado héroe. Cuando
el féretro, ocho horas después del inicio del espectáculo, ya sin el cortejo
oficial, pero acompañado aún por una curiosa multitud, llegó al cementerio de
Montjuic, no pudo ser sepultado hasta el día siguiente porque centenares de
coronas obstaculizaban el paso, el agujero era demasiado pequeño y una lluvia
torrencial impedía ampliarlo.
Quizás no
sepamos nunca cómo murió Durruti, ya que existen siete u ocho versiones
distintas y contradictorias; pero es más interesante preguntarse por qué murió
quince días después de hablar por la radio, desafiando con “bajar a Barcelona”.
La alocución radiofónica de Durruti fue percibida como una peligrosa amenaza,
que halló una respuesta inmediata en la reunión extraordinaria del Consejo de
la Generalidad, y sobre todo en la brutalidad de la intervención de Comorera,
que apenas fue suavizada por cenetistas y poumistas, que a fin de cuentas se
juramentaron en la tarea común de cumplir y hacer cumplir todos los decretos.
La sagrada unidad antifascista entre burócratas obreros, estalinistas y
políticos burgueses no podía tolerar incontrolados de la talla de Durruti: he
ahí por qué su muerte era urgente y necesaria. Al oponerse a la militarización
de las milicias, Durruti personificaba la oposición y resistencia
revolucionarias a la disolución de los comités, la dirección de la guerra por
la burguesía y el control estatal de las empresas expropiadas en julio. Durruti
murió porque se había convertido en un peligroso obstáculo para la
contrarrevolución en marcha.
Y por esa misma
razón a Durruti había que matarlo dos veces. Un año después, en la
conmemoración del aniversario de su muerte, la todopoderosa máquina de
propaganda del estalinista gobierno Negrín trabajó a pleno rendimiento para
atribuirle la autoría de un eslogan, inventado originalmente por Ilya
Ehrenburg,y respaldado después por la burocracia de los comités superiores de
la CNT-FAI, en el que le hacían decir lo contrario de lo que siempre dijo y
pensó: «Renunciamos a todo, menos a la victoria». Esto es, que Durruti
renunciaba a la revolución. Ni siquiera nos queda una versión completa y
fidedigna de su discurso, radiado el 4 de noviembre de 1936, porque la prensa
anarquista de la época dulcificó y censuró a Durruti en vida.
Una vez muerto,
Durruti ya podía ser Dios y subir a los altares como El Héroe del Pueblo. Y
hasta se le ascendió a Teniente Coronel del Ejército Popular.
Agustín
Guillamón.
Capítulo 4 del
libro Durruti sin mitos ni laberinto y otras estampas. Sueño de Sabotajes,
Madrid, 2022.
Extraído de: https://serhistorico.net/2023/04/12/habla-durruti-noviembre-de-1936/