EL NACIONALISMO EN EL SIGLO XXI DESDE UNA PERSPECTIVA ANARCOSINDICALISTA


En un momento en que los discursos identitarios cobran renovada fuerza en el escenario político global, ya sea desde las nuevas derechas (las nouvelle droite francesas o altright en el mundo anglosajón, por ejemplo), o desde las nuevas “izquierdas progresistas”, llamadas también izquierdas “woke”, resulta imprescindible examinar críticamente la lógica detrás de todas las nuevas formas de nacionalismo, vengan de donde vengan.

Desde la óptica anarcosindicalista, el nacionalismo no es un fenómeno neutral ni inocuo, sino un dispositivo político que articula y sustenta estructuras de poder estatales que encierran un carácter autoritario y excluyente. Rudolf Rocker lo resumió con claridad cuando afirmó que “todo nacionalismo es reaccionario por esencia, pues pretende imponer (…) un carácter determinado según una creencia preconcebida” y crea “separaciones y escisiones artificiales” que fracturan la unidad orgánica de la humanidad". No importa si adopta un ropaje de izquierda progresista o de derecha conservadora: cualquier nacionalismo uniforma a las personas en una entidad ficticia, allanando el camino para un Estado coercitivo.

Rudolf Rocker también subrayó que el nacionalismo cultural –la exaltación de la lengua, la tradición o las costumbres- es inseparable del nacionalismo político: “El llamado nacionalismo cultural no se diferencia en modo alguno del nacionalismo político”, pues ambos sirven a las mismas aspiraciones de dominación. Cuando la nación se convierte en “religión política”, la vida humana queda subordinada al Estado: “un nacionalismo absurdo (…) se ha desarrollado hasta convertirse en la religión política de la última forma de tiranía con el ropaje del Estado totalitario”. En tales regímenes autoritarios, “el Estado lo es todo y el hombre nada”, convirtiendo al individuo en un simple engranaje de la máquina estatal.

A ese respecto, el nacionalismo estadounidense ejemplifica con fuerza cómo la mitología de la “excepcionalidad” encubre un proyecto político y cultural enteramente subordinado al Estado y al capital. Desde la exaltación ritual de símbolos como la bandera o el himno hasta la celebración anual del “Día de la Independencia”, la identidad nacional se construye como una religión cívica que legitima intervenciones militares en el extranjero y rescates públicos a grandes corporaciones. Bajo la consigna del “Destino Manifiesto” o del “Sueño americano”, se promueve un relato unívoco de libertad individual que, en la práctica, enmascara profundas desigualdades socioeconómicas y refuerza la cohesión estatal frente a todo cuestionamiento interno. Al igual que señalaba Rocker, esta sinergia entre folclore cultural y dominio político convierte al “buen patriota” en un engranaje más de la maquinaria estatal, dispuesto a sacrificar tanto sus derechos civiles como la solidaridad obrera ante la “amenaza” externa o la supuesta decadencia moral.

 

NACIONALISMO ISRAELÍ VS. “SIONISMO”.

En el análisis de los nacionalismos estatales de hoy, es clave ver cómo ciertos términos arrastran una historia cargada de sentidos y prejuicios. En el caso de Israel y Palestina, la palabra "sionismo" tiene una larga trayectoria, con muchas interpretaciones que pueden desviar el foco de lo que realmente ocurre hoy con las políticas del Estado de Israel. Por eso, proponemos usar el término "nacionalismo israelí", que permite una mirada más clara y comparativa con otros nacionalismos modernos.

El sionismo surgió a fines del siglo XIX como un movimiento nacionalista que buscaba establecer un hogar para el pueblo judío en Palestina. En sus inicios, no era necesariamente un proyecto de Estado o de expulsión. Había sectores que incluso soñaban con una convivencia con los árabes palestinos. Pero con el tiempo, y sobre todo desde la creación del Estado de Israel en 1948, el sionismo se convirtió en la ideología oficial del Estado y se fue "modernizando" y mutando hacia formas cada vez más excluyentes. La idea de tener "tantos judíos y tan pocos árabes como sea posible" en el nuevo Estado se convirtió en una política concreta, marcada por desplazamientos forzados y ocupación de territorios.

Al usar el término "nacionalismo israelí", podemos ubicar este fenómeno junto a otros nacionalismos autoritarios, como el fascismo, el nazismo o el estalinismo. El nacionalismo, en general, es una ideología que busca construir un Estado homogéneo sobre la base de una identidad común -sea cultural, lingüística o étnica- y en ese sentido, el nacionalismo israelí funciona como cualquier otro: excluye, construye un "nosotros" frente a un "ellos" y pone al Estado por encima de las personas.

Este término también nos permite tomar distancia de la carga emocional y religiosa que tiene el "sionismo". Hoy se acusa muchas veces de "antisemitismo" para bloquear cualquier crítica y desacreditar y silenciar a quienes cuestionan las políticas del Estado israelí, tal y como lo hace -por ejemplo- la Anti-Defamation League*. Hablar de nacionalismo israelí permite separar la crítica legítima al militarismo y al genocidio operado por la ultraderecha israelí de cualquier prejuicio antisemita que pueda alegarse, para centrarse en las prácticas estatales concretas y actuales.

Hoy, el motor principal de ese nacionalismo es el partido Likud, fundado en 1973, que ha impulsado políticas de expansión territorial, privatizaciones económicas y un discurso de seguridad que normaliza la ocupación de Palestina. Desde el liderazgo de Benjamín Netanyahu, esa agenda ha fortalecido un aparato estatal que favorece a la población judía por sobre la palestina, reforzando una identidad nacional homogénea basada en símbolos como la bandera, el hebreo o los relatos oficiales sobre la historia del pueblo judío.

Entonces, hablar de nacionalismo israelí no es sólo una cuestión de palabras: es una forma de analizar con más claridad las dinámicas de poder y exclusión del Estado de Israel sin entrar en debates históricos o religiosos que desvíen la atención. Es también una manera de compararlo con otros casos de nacionalismo autoritario en el mundo, sin caer en excepciones o privilegios simbólicos. Y lo más importante: permite entender cómo este tipo de ideologías tienden a reforzar jerarquías y dificultar la solidaridad entre pueblos oprimidos, al mismo tiempo que obstaculizan proyectos de justicia social y emancipación real.

Desde esta perspectiva, para poder comprender el cuadro completo, debemos fijar nuestra mirada también en el nacionalismo palestino, que no escapa a estas críticas fundamentales: al igual que cualquier forma de nacionalismo, termina erigiendo un aparato de poder -sea él cual sea el ente que lo encarne- que sustituye la libertad individual por la obediencia a un colectivo imaginado. Las "guerras de  liberación nacional", impulsadas tanto por la izquierda marxista-leninista como por fundamentalismos religiosos islamistas, y su consiguiente exaltación militarista de un "ejército popular", de un Estado o de una autoridad centralizada, impone nuevas jerarquías y privilegia a una élite política sobre la población asediada. Además, la retórica nacional palestina es ostensiblemente patriarcal, a menudo silencia voces disidentes, convierte la identidad en un criterio de pertenencia rígido y olvida la solidaridad de clase que une a todos los trabajadores -árabes, judíos o de cualquier otro origen- en la lucha contra la explotación y la opresión de los poderosos. Como todo nacionalismo, el palestino también esconde tras de si una colaboración de clase con la patronal y el sometimiento a intereses imperialistas trasnacionales. El pueblo palestino se convierte de esta forma -por una parte- en rehén de la ocupación nacionalista israelí y -por otra- de Hamás, o del grupo nacionalista islamista que surja.


NACIONALISMOS EN EUROPA, RUSIA y CHINA.

El resurgimiento de los nacionalismos no se limita al Oriente Medio. En Europa del Este, el auge de la extrema derecha se manifiesta en gobiernos como el de Viktor Orbán en Hungría o el PiS en Polonia, siguiendo agendas de “rechazo de la inmigración, afirmación de la identidad y soberanía nacionales, y políticas de orden y seguridad” (CIDOB). Estos movimientos politizan la etnia y la raza, empleando discursos de miedo para reprimir a disidentes y reproducir la vieja dinámica del “nosotros contra ellos”.

Este fenómeno no es exclusivo del Este europeo: también se expresa con fuerza en la Europa Occidental y en la Rusia contemporánea. En países como Francia, Italia, Alemania y España, partidos nacionalistas como el Rassemblement National de Marine Le Pen, la Lega de Matteo Salvini, Alternativa para Alemania (AfD) o Vox han capitalizado el malestar social, la crisis migratoria y la desafección hacia las instituciones supranacionales, especialmente la Unión Europea, para construir una narrativa de recuperación de la “identidad nacional”. Estas fuerzas suelen recurrir a elementos culturales tradicionales (religión, lengua, familia) y a una nostalgia de un pasado idealizado, generando un relato victimista en el que la nación estaría siendo “invadida” o “sustituida” -como postula la teoría conspirativa del “gran reemplazo”-, ampliamente difundida en estos círculos.


Teóricamente, estos movimientos retoman elementos del nacionalismo romántico del siglo XIX -como la idea de una nación orgánica unida por vínculos históricos, culturales o étnicos- y los articulan con lógicas neoliberales contemporáneas: defensa de la propiedad, xenofobia social y exclusión del “otro” como mecanismo de cohesión interna. En este marco, el nacionalismo se vuelve también instrumento de disciplinamiento social, justificando recortes de derechos y vigilancia estatal bajo el argumento de la defensa de la nación.

El caso de Rusia ofrece un ejemplo paradigmático de nacionalismo estatalista y expansionista. Bajo el régimen de Vladimir Putin, el discurso nacionalista ha sido central para consolidar un poder autoritario basado en la idea de una “civilización rusa” asediada por Occidente. Aquí el nacionalismo se entrelaza con el militarismo, el revisionismo histórico y la ortodoxia religiosa para justificar tanto la represión interna como las políticas de guerra en el extranjero, como en el caso de Ucrania. Se trata de un nacionalismo neoimperial, donde la identidad nacional se define por oposición al enemigo exterior y al “traidor interno”, configurando un aparato de control y legitimación ideológica del poder.

En China, por su parte, el nacionalismo chino promovido por el Partido Comunista en la actualidad combina una narrativa de resurgimiento civilizatorio con un control estatal cada vez más tecnificado. Bajo la consigna del “sueño chino” y la reivindicación de una identidad cultural milenaria frente a las potencias occidentales, el Estado justifica la implementación de mecanismos de vigilancia como el "Sistema de crédito social". Este sistema, presentado como herramienta para fomentar la “confianza” y la “armonía social”, opera en la práctica como una extensión del nacionalismo autoritario, donde la conducta de cada individuo se mide según estándares definidos por el Partido, vinculando el mérito ciudadano no solo al cumplimiento de leyes, sino a la adhesión ideológica y al conformismo con los valores oficiales. De este modo, el nacionalismo no solo opera como discurso de cohesión nacional, sino como instrumento de disciplina social profundamente integrado a una arquitectura digital de control.

En todos estos contextos -del Este al Oeste, de Rusia al Mediterráneo, en China e India- el nacionalismo funciona como una tecnología de poder que fragmenta la solidaridad social, reconfigura el conflicto social en clave identitaria y canaliza el descontento popular hacia una lógica verticalista. La perspectiva anarcosindicalista señala que esta operación no solo divide a la clase trabajadora, sino que neutraliza cualquier proyecto emancipador al encerrarlo en la cárcel del “interés nacional”.


COSMOPOLITISMO ANARQUISTA Y CRÍTICA AL NACIONALISMO DE IZQUIERDA.

En contraste con el nacionalismo, el anarquismo propone un cosmopolitismo militante, que rechaza fronteras ideológicas y barreras lingüísticas. El comunismo anárquico considera que la emancipación humana debe construirse sobre la solidaridad entre trabajadores de cualquier parte del mundo, sin distinción de nacionalidad. Desde este enfoque, la lucha contra el racismo, el patriarcado y la explotación es “una misma batalla” que trasciende fronteras: la lucha por la emancipación del proletariado y la destrucción de las clases sociales.

En el análisis anarcosindicalista el idioma y la cultura importan en la medida en que son construcciones ideológicas susceptibles de manipulación. El movimiento obrero anarquista advierte que la exaltación de la identidad nacional puede encubrir intereses de clase ajenos, y propone valorar la diversidad sin convertirla en Estados-nación separados. El verdadero desafío consiste en romper los mitos que enseñan a los nacionales a odiarse mutuamente y en fortalecer la solidaridad abierta, capaz de unir a los explotados de todo origen.

Pero –como dijimos en un comienzo- no se crea que todas las modernas formas de nacionalismo surgen solo desde la derecha política. Surgen también nacionalismos de izquierda y “progresistas”. Dentro de estas formulaciones encontramos los "movimientos de liberación nacional" y los "ejércitos populares" del siglo pasado, y hoy a movimientos indigenistas o identitarismos culturalistas que, con una retórica “anticolonial”, parten de esencialismos que difuminan las condiciones materiales compartidas y pueden excluir a sectores marginados que no encajan en la identidad “oficial”. La lógica anarcosindicalista rechaza igualmente estos particularismos: la emancipación no puede fragmentarse en luchas parciales, sino que debe articular la unidad amplia proletaria.

Desde el anarcosindicalismo, cualquier tipo de nacionalismo -ya sea estadounidense, europeo, israelí, palestino, que apele a la “liberación nacional”, o esté basado en una noción "patriótica" o “anticolonialista”- constituye un aparato de poder estatal que fragmenta a la clase trabajadora. Siguiendo a Eduardo Colombo podemos decir que en la génesis de los movimientos de derecha o izquierda nacionalistas se encuentra una estructura estatal subyacente.

La emancipación auténtica no requiere “unir las patrias”, sino abolirlas y construir la unión horizontal de los explotados. Cualquier “cierre de filas” patriótico, por muy seductor que sea, deviene un freno en la verdadera liberación social.

El anarquismo rechaza tanto el universalismo homogeneizante del capital como el particularismo identitario del nacionalismo. En su lugar, propone una “internacional de los oprimidos” basada en el apoyo mutuo y el reconocimiento de la dignidad humana más allá de las pertenencias impuestas.

"Si somos anarquistas consecuentes debemos proclamar el principio de libertad, es decir, que la persona puede y "debe" moldearse a sí misma y a su entorno, y no "heredar" o identificarse con algo simplemente porque habla tal o cual idioma o porque en su pasaporte figura tal o cual "nacionalidad". En este caso, cada persona realiza, por así decirlo, un acto de creación de sí misma, como individuo y como “entidad” sociocultural, a partir de diversos elementos, “bloques de construcción” de lo que ve o encuentra a su alrededor, realizando una especie de síntesis individual de culturas. Por supuesto, teóricamente, puede formarse a sí mismo y su propia identidad cultural a partir de los elementos de una sola cultura, limpiándola de los elementos de dominación, opresión e injusticia inherentes a toda cultura “nacional”. Em ese caso, "todo está en sus manos" como “creador”. ¡Pero qué limitada y estrecha sería su elección cultural en este caso! Sin mencionar que inmediatamente surgirá la pregunta sobre su motivación. ¿Por qué eligió elementos precisamente de “esta” cultura y no de otra? ¿Por qué le es más cercana? ¿Y por qué le es más cercana? ¿Porque vive aquí? ¿Porque habla el mismo idioma que hablan otros representantes de esta cultura? De partida esto significa que su elección no es del todo libre, no es del todo consciente, ya que sigue un estereotipo determinado que, en esencia, no eligió él mismo. Lo hizo porque "así es como debe ser", "así es como se hace", "así es como es natural", "así es como siempre se ha hecho"; o, por el contrario, lo hace manifestándose en contra de esto (es decir, también, en última instancia, dependiente de “lo dado", no libremente).

Al reconocer, como anarquistas, la libre autocreación de la persona, llegamos lógicamente a la idea de que la autosíntesis realizada por la persona misma debe ser lo más amplia, rica y variada posible. Una sociedad libre necesita personalidades integrales, desarrolladas, dotadas de amplitud de miras e intelecto. Y eso significa, familiarizadas con los fundamentos de todo el complejo cultural de la humanidad."**

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*La Liga Antidifamación es una organización judía fundada en los Estados Unidos, la cual alega que su objetivo es "mediante apelación a la razón y la conciencia y si es necesario a la ley, detener la difamación del pueblo judío". La Liga Antidifamación ha sido criticada como uno de los pilares del lobby nacionalista israelí en los Estados Unidos que califica toda crítica al Estado de Israel como "antisemitismo".

**Vadim Damier. Anarquismo y cosmopolitismo. https://bibliotecadigitalbdela.blogspot.com/2025/04/anarquismo-y-cosmopolitismo.html

PEDRO PEUMO. 2025
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