La palabra “libertario” tiene hoy un significado digno de un libro de Stephen King.
Mientras los medios masivos celebran a partidos libertarios, facilitadores de la explotación y benefactores de la patronal, quienes llevamos décadas usando el término sentimos el peso de una batalla semántica perdida.
Conocemos bien la historia europea de la palabra, pero el rastro de “lo libertario” fuera de nuestro mapa mental queda borroso, como un libro cuyas páginas se arrancaron deliberadamente. Y es que esta palabra, al igual que “autogestión”, esconde una esquizofrenia histórica: significa libertad sin cadenas para unos, y cadenas sin libertad para otros.
Todo comienza en la Inglaterra del siglo
XVIII, donde “libertarian” nace entre debates teológicos como “defensor de la
libre elección”. Cruzó el océano como polizón en barcos mercantes, mutando en
suelo estadounidense hasta encarnar la “libertad individual” que predicaban los
demócratas más conservadores. Para 1972, financiado por magnates del petróleo
como Charles Koch, el “Libertarian Party” convirtió la palabra en bandera del
capitalismo salvaje. Hoy sus herederos globales, de Milei a los lobbies del fusil AR-15, han vaciado el término hasta convertirlo en una jaula dorada: llaman
"libertad" a elegir entre marcas de agua embotellada mientras
privatizan los ríos.
Pero hubo otro camino. Mientras los buques
ingleses descargaban mercancías en el puerto de Le Havre, una idea más peligrosa desembarcaba clandestinamente. Era
1857 cuando el anarcocomunista Joseph Déjacque, exiliado y furioso, lanzó desde
Nueva York su carta-poema a Proudhon: "¡Tú que presumes de revolucionario! No
eres libertario, eres apenas un liberal disfrazado”. Aquel insulto involuntariamente se
transformó en estandarte cuando, tras la sangrienta represión de la Comuna de
París, decir "anarquista" equivalía a un tiro en la nuca.
"Libertario" se convirtió entonces en un pasaporte falso para
sobrevivir.
En los talleres ferroviarios y las minas de carbón, la palabra se fundió con otra recién nacida: “sindicato”. Ambas crecieron hermanadas entre 1890 y 1910 como un ardid genial. La CGT francesa, liderada en la sombra por "sindicalistas revolucionarios”, proclamó en su Carta de Amiens -de 1906- una “neutralidad” tramposa: “Aquí caben todos... siempre que dejen sus banderas fuera”. Así terminaron sustituyendo las viejas “sociedades de resistencia” por sindicatos legales. Pero la estrategia tenía veneno: al abrir las puertas a socialistas moderados, socialcristianos y marxistas desencantados, la revolución social se diluyó como sal en agua. Los viejos militantes de la CNT en Barcelona maldecían el uso de "libertario" como pantalla para políticos trepadores. Al mismo tiempo, en Buenos Aires, los militantes de la FORA llenaban las calles de insultos contra la recién escindida UGT. Esta UGT, que se declaraba "sindicalista revolucionaria" imitando a la CGT francesa, y con miembros se decían "libertarios", era el blanco de sus gritos de "¡Traidores!".
Hoy ese disfraz lo usan dos enemigos. Por un lado, los neoliberales que corean “libertad” mientras venden comisarías al mejor postor. Por otro, los izquierdistas "progres" que llaman “libertario” a un izquierdismo descafeinado.
Ante este doble engaño, propongo dinamitar la
palabra. No gastemos saliva explicando matices a un sordo: recuperemos el
comunismo anárquico con toda su crudeza hermosa.
Que tiemblen los think tanks cuando pronunciemos “comunismo”, aunque sea por razones equivocadas. Desenmascaremos su farsa: los Estados que se llamaron comunistas fueron capitalismo con uniforme rojo. Hasta la contrarrevolución bolchevique en 1917 -que acabó con los consejos autogestionarios obreros- era seguro que si alguien decía "comunista" se estaba refiriendo a un anarquista. Luego los partidos, los regímenes y Estados izquierdistas montaron esa farsa capitalista que mal llamaron "comunismo". La URSS mantuvo salarios, jerarquías y campos de trabajo mientras fusilaba anarquistas en Kronstadt. ¿Acaso no es un insulto a los hambrientos de Petrogrado llamar “comunismo” a la nomenklatura que cenaba caviar?
Kropotkin lo vio claro hace un siglo:
mientras estudiaba las comunas campesinas rusas (mir) y las ciudades libres medievales, descubrió que el verdadero
comunismo solo florece sin amos. No es un decreto ministerial, sino el apoyo
mutuo que hace que un pescador de Bakú
comparta su captura con el herrero sin contables ni policías. Hoy lo confirman
las cooperativas de consumo en las favelas, las okupas anarquistas y la comuna
de Niederkaufungen: cuando los oprimidos se organizan horizontalmente, inventan
un comunismo que no necesita adjetivos porque es pura anarquía en acción.