El ascenso del evangelicalismo en América Latina no puede ser comprendido únicamente en términos religiosos. Más allá de sus cantos, biblias y promesas de salvación, este fenómeno ha funcionado como un eficaz aparato ideológico al servicio del capitalismo, articulado con los intereses geopolíticos de Estados Unidos y las estrategias de contrainsurgencia impulsadas por la CIA desde la Guerra Fría. La proliferación de iglesias evangélicas en barrios populares y zonas rurales ha coincidido, de forma nada casual, con la necesidad de frenar el crecimiento de movimientos obreros, campesinos y revolucionarios que, desde una perspectiva colectivista, desafiaban el orden establecido. En lugar de levantar banderas de lucha, se ofreció a las clases oprimidas un evangelio hecho a la medida del mercado: individualista, obediente y lleno de promesas celestiales que sustituyen la transformación social por la fe personal.
Uno de los núcleos teóricos que permitió esta operación ideológica es la llamada *teología de la prosperidad*, doctrina que ha tenido un impacto significativo en la cultura evangélica latinoamericana. Según esta concepción, la riqueza material es señal de gracia divina, y la pobreza, castigo por falta de fe o consecuencia del pecado. Bajo esta lógica, el empobrecido no es una víctima de la explotación estructural, sino un culpable espiritual. Este discurso desarma toda conciencia de clase y desactiva cualquier posibilidad de organización popular, ya que reubica las causas del sufrimiento social en el plano individual y metafísico. El diezmo y las ofrendas se presentan como formas de "inversión" en el "reino de Dios", trasladando el lenguaje financiero al ámbito religioso y fortaleciendo un modelo de iglesia-empresa que refuerza el neoliberalismo desde el púlpito.
Importados desde EE.UU., predicadores como Kenneth Hagin, Oral Roberts y Benny Hinn popularizaron este evangelio del éxito que fue reproducido con entusiasmo por denominaciones como la Iglesia Universal del Reino de Dios o Hillsong. En poco tiempo, pastores con carisma de CEO convirtieron sus templos en centros de lucro transnacional, estableciendo redes de poder que se proyectan más allá de lo espiritual. Las megaiglesias, financiadas por donaciones millonarias y sostenidas por estrategias de marketing religioso, se transformaron en plataformas políticas y económicas que penetran profundamente en la vida cotidiana de millones de personas en todo el continente.
Este fenómeno no fue espontáneo. Fue parte de una respuesta calculada frente al avance de las ideas socialistas, marxistas y anarquistas que, durante el siglo XX, ganaban terreno en América Latina. El discurso evangélico se impuso como contrapeso ideológico: mientras los movimientos revolucionarios hablaban de comunidad, justicia social y acción colectiva, el evangelismo predicaba la salvación del alma, el orden, la obediencia a la autoridad y la mejora individual mediante el esfuerzo y la fe. No es casual la recurrencia de pasajes como Romanos 13:1, donde se afirma que "toda autoridad viene de Dios", utilizados históricamente para justificar gobiernos militares, dictaduras y represiones sangrientas. En este marco, la acción directa, la huelga o el sindicalismo son descartados como prácticas subversivas, reemplazadas por la oración y la resignación.
Desde una mirada anarcosindicalista, el impacto de este tipo de religiosidad en la clase trabajadora ha sido devastador. La lógica de la iglesia-empresa no sólo transforma al pastor en gerente y al feligrés en cliente, sino que reconfigura toda la subjetividad popular en términos funcionales al capital. En lugar de organizaciones autónomas de base, se multiplican congregaciones que funcionan con estructuras jerárquicas rígidas, donde la disidencia se castiga y la sumisión se recompensa con promesas de un cielo futuro. La fe se convierte en mercancía, y el templo en sucursal de una franquicia global cuyo producto principal es la esperanza pasiva.
El resultado político de esta transformación es evidente: debilitamiento de los movimientos sociales, desmovilización de las masas y ascenso de figuras políticas vinculadas al evangelismo conservador. En Brasil, Jair Bolsonaro supo capitalizar el voto evangélico para construir su plataforma autoritaria y neoliberal. En Guatemala, Milton Moon promovió políticas de exclusión amparadas en la moral religiosa. En toda la región, desde Javier Milei en Argentina hasta Claudia Sheinbaum en México, los liderazgos políticos—sean de derecha o de una izquierda institucionalizada—han cortejado el voto evangélico, cediendo a su influencia y alineándose con sus valores mercantilistas.
El caso chileno ofrece una peculiar configuración. Si durante décadas fue la Iglesia Católica la institución encargada de controlar ideológicamente a las clases populares, especialmente a través de sus sectores más reaccionarios como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo o figuras como el Cardenal Jorge Medina Estévez y el sacerdote Raúl Hasbún, desde los años 2000 la pérdida de legitimidad de esa institución—acentuada por los escándalos de pedofilia—abrió el camino para la expansión del evangelicalismo. No obstante, incluso antes de este declive, la Iglesia Católica había jugado un rol fundamental en la consolidación del neoliberalismo en Chile y el Cono Sur. Durante las transiciones pactadas de las dictaduras a las democracias neoliberales, no fue la resistencia popular sino la negociación entre cúpulas políticas, bendecida por el clero, la que dio forma a las nuevas constituciones del orden burgués. Los llamados procesos de “reconciliación nacional” terminaron legitimando la impunidad de torturadores, mientras el capital financiero ganaba terreno sobre los restos del movimiento obrero.
Hoy, en muchas poblaciones marginalizadas de América Latina, donde la escuela pública ha sido desmantelada y la biblioteca nunca llegó, lo que sí abunda son templos evangélicos. En cada esquina una iglesia, al lado de una botillería, como dos formas de escape del dolor social. Bakunin tenía razón cuando afirmaba que a los pobres se les ofrecen los caminos del alcohol y la religión como consuelo ante la miseria estructural. Esos templos no organizan huelgas ni asambleas; organizan vigilias y cultos. No enseñan a leer ni a pensar críticamente; enseñan a obedecer, a pagar el diezmo y a esperar que el milagro llegue desde arriba.
En suma, el evangelicalismo
latinoamericano no ha sido un fenómeno neutral ni apolítico. Se ha erigido como
una herramienta de control ideológico, funcional a la reproducción del orden
capitalista. Su alianza con los intereses del imperialismo estadounidense, su
aversión a las prácticas colectivistas, su ética empresarial y su repudio a la
organización autónoma hacen de esta corriente religiosa uno de los principales
obstáculos para la emancipación de las clases oprimidas. Frente a esta
realidad, la tarea de quienes luchan por una sociedad libre, autogestionada y
sin jerarquías, es desenmascarar estos dispositivos de alienación y reconstruir
una cultura popular basada en la solidaridad, el pensamiento crítico y la
acción directa.